El secret

Cada volta de corda que estreny,
guarda una maledicció entre les fibres del cànem.

Tots els nusos que afermen el pany,
amaguen encanteris en l’ombra de la baga.

Els símbols lacrats al segell,
oculten maleficis en les arestes del baix relleu.

El transgressor del secret, només veurà la pols en suspensió,
ira de les ànimes dels guardians de la tomba.

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La veu de l’amada

Foto d'Amada Homedes

Foto: Amada Homedes

La veu de l’amada té un tacte
que m’acaricia el cos fatigat
en la nit de solitud exhausta.

La veu de l’amada fa una llum tènue
de lluna als llavis en la frescor suggerent
del jardí de Safo.

La veu de l’amada se m’enduu
i em voleia per la fosca,
entre la remor dels astres.

La veu de l’amada és un alè
que m’escalfa el desconsol
en les matinades del gebre.

La veu de l’amada fa un crit silent
de la llengua entre les dents,
a la meva pell que l’anhela.

Lo taronger

Esvalotat s’amaga el noi,
dels companys que el persegueixen
pels bancals llaurats, humits de pluja d’estiu.

Sota el silenci de l’arbre, immòbil,
la terra tèbia entre els dits dels peus,
es fa soca, branca i punxa.

El xivarri del amics que s’esvaeix
i el piular d’un verderol
que li pregunta què fa.

L’esguard aturat en una fulla,
l’anvers, llum, pols i xinxa,
el revers, ombra, gota i pulgó.

Dos mons en una fulla,
quants mons en un de sol!
Juga a ser Déu sota el taronger que l’arrecera.

12A-Corazon del naranjo

Amapola Garrido y la orquestina caníbal

Los compases de un tango irreconocible rebotaban contra los muros de piedra. Ni siquiera el movimiento sincopado que imprimía su pareja de baile, conseguía liberarla del frío, en la oscuridad de la boîte. Se trataba de un sujeto de modales exquisitos pero su traje raído parecía una mortaja a juego con su cuerpo largo y huesudo y su piel cetrina. Amapola Garrido había aceptado su invitación, para no quedarse sola en la barra, expuesta al acercamiento de alguno de los monstruos que pululaban por el local o de los insectos que asomaban furtivamente entre las grietas. Algún destello de humedad en la bóveda revelaba el serpenteo de una gran escolopendra o la mirada ávida de una viuda negra. Quizás moviéndose tenía menos posibilidades de que le cayeran encima.

Tras una oxidada reja de hierro forjado, la orquestina tañía sus instrumentos con expresión ausente. Eran siete jóvenes de belleza decaída, sus cabellos lacios parecían cortados a cuchillo y solo destacaban sus labios de un rojo encendido sobre su tez pálida. Alguna de ellas permanecía encadenada por el tobillo a la piedra que le servía de asiento, otras mostraban costras en las marcas de argollas en sus muñecas. Amapola Garrido se preguntaba si el nombre de “La Orquestina Caníbal”, en letras de purpurina del deslucido cartel que colgaba de la reja, no sería una advertencia para no acercarse demasiado a los barrotes.

Repentinamente, cesó el ruido de los zapatos arrastrándose por el suelo y todas las miradas se dirigieron hacia la silueta de mujer recortada entre las pesadas cortinas de terciopelo del vestíbulo. Una figura esbelta de formas rotundas que avanzaba hacia el bar, contoneándose con su melena ondulada y cimbreando las caderas. La luz débil de las lamparitas en los veladores hacía titilear inquietantes sombras sobre las paredes y apenas iluminaba el rostro de aquel cuerpo magnífico, enfundado en unos leotardos que ceñían una vulva prominente. Amapola quedó embelesada pero su rubor la traicionó cuando sus miradas se encontraron y su corazón se aceleró de puro pánico. Notó las manos de su pareja de baile aferrándola por los brazos y su voz pastosa susurrándole al oído: — Desconfía de las mujeres con el coño demasiado simétrico.

Despertó cubierta de sudor en la cama deshecha. Era de noche cerrada pero se levantó y buscó refugio en el café y en un papel, para no volver a aquel tugurio inmundo.

El café se enfriaba en la taza mientras Amapola Garrido transcribía su sueño, vívido aún, en el reverso de una receta caducada. Cabezeaba y le costaba mantener los ojos abiertos y sólo los escalofríos que le producía rememorar aquella escena, la mantenían despierta. Mientras releía pesadamente lo que había escrito, sus párpados se cerraron y quedó atrapada de nuevo en su pesadilla, con la cabeza caída sobre el pecho, leves espasmos recorrían sus hombros y sus brazos, bajo la amarillenta bombilla de 40 watios de la mesita de noche.

El violín languidecía en la penumbra de la cueva con una melodia disonante que rasgaba delicadamente los oídos de Amapola Garrido. Era un suplicio placentero que la sumía en un estado de estupefacción entre las fuertes manos que la tenían inmovilizada desde atrás. En medio de su abandono percibió cómo se le acercaba lentamente aquella mujer y supo que la miraba fijamente, aunque desde unos ojos de córneas negras. Por su parte, Amapola no podía apartar la vista de la vulva tumefacta que se aproximaba hacia ella y resonaban en su cabeza las palabras del hombre que la sujetaba: “Desconfía de las mujeres con el coño demasiado simétrico”, pero se sentía atraída por aquella maravillosa flor, que en su desvarío se le apetecía palpitante.

Cuando sus cuerpos estuvieron tan cerca que se rozaron, la mujer le ofreció una copa de cristal  que bebió ávida, hasta que las gotas tibias se le derramaron por el cuello. La mujer le lamió el líquido espeso y Amapola, fundida de deseo y liberada del abrazo de su captor, consiguió llevar su mano hasta el profundo sumidero de placer que la reclamaba. Allí la recibió la suavidad de los labios carnosos y la calida densidad de los fluidos.

Mientras introducía los dedos entre aquellos intersticios, notaba como era succionada hacia las profundidades, hasta que toda su mano fue fagocitada por los jugos de aquella flor. Entonces notó que la aplastaba la fuerza de unos músculos poderosos que la dislocaban y como la abrasaba un dolor intenso de desgarro. El hombre que aún la sostenía por detrás, de un violento tirón le retiró el brazo atrapado, que en su extremo era una masa pulposa y sangrienta, ante la fría  sonrisa de la mujer carnívora.

Amapola despertó de nuevo, sudando entre las sábanas arrebujadas. Cuando miró azorada su mano, sólo vio entre los dedos la calidez de su propia humedad, brillando con la luz dorada del primer rayo de sol.

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Platja de la Marquesa

Vagareja la petja rere l’ull inconstant,
col·leccionant tresors, vides i perviures.

Conquilles foradades i closques de cargols barrinadors,
nacre irisat de les aigües somes.

Tresmalls calats en les etèries dunes a la deriva,
paranys als vent, metàfores de la immatèria.

Vidre esmerilat amb sal i amb oblit, gravadors de l’inútil
en ampolles llençades per la borda de galions corsaris.

Fusta polida per l’amanyac obsessiu de les onades,
dorm el torbament d’una navegació vertiginosa.

Pedres brunyides per la carícia del sílice ardent,
arguments inconsistents de geologies remotes.

Gànguil perdut al sorral entre les soses,
ormeig de malla fina per pescar els esguards volàtils.

Divaga l’ull rere la petja feixuga,
entre els delmes de la terra, estralls de la gregalada.

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Ilercavons

Enfilada a la pedra, la Sosin voldria ser l’aigua llepant la riba, densa i inexorable. Riu arcà.
Les llúdrigues juguen als seus peus i es capbussen quan la veu de son germà ressona entre els pollancres.

El Tànek branda la falcata que li ha fet forjar son iaio. Altiu.
Reemplaçarà son pare mort en el combat contra els invasors romans.
Sa mare li ha dit que tornaran i ells tornaran a lluitar i tornaran a morir per una terra i per un riu, en un remolí de vida, de lluita i de mort sense fi.
Perquè són l’arrel intricada a la roca calcària.

Lo vent de dalt rebat les orenetes i fa volar els cabells castanys de la Sosin, asseguda a la pedra. Li amaga el rostre i les llàgrimes caient mansament al riu, saó profunda que fa mesar les branques mil·lenàries d’este poble.

llop