Rueda escaleras abajo la cabeza de una momia egipcia. Sin meter mucho ruido, tamborilea un redoble mortecino cuando rebota en la moqueta que cubre los peldaños de madera. Va dejando manojos de pelo y dientes mientras cae suavemente hacia las cocinas del castillo de Highclere.
Lord Carnarvon, renqueante y asido a la barandilla, baja trastabillando, tan rápido como le permite su cojera y el wisky, persiguiendo la cocorota errante. Por fin se detiene contra una marmita que borbotea sobre las brasas, un caldo de verduras con tocino. El conde, iluminado repentinamente por una genial idea, la sumerge en el puchero, exclamando –¡por mis muertos! y se sienta a la mesa, con una botella que ha encontrado en la despensa, embobado en el hervor de la olla.
Cuando vuelve la cocinera, lo encuentra adormecido y lo despierta con un carraspeo. Media botella se ha evaporado y el conde despacha a la intrusa con cajas destempladas. No quiere que nadie conozca el secreto de su receta.
En la cena, los lacayos sirven con cucharones de plata aquella pócima suculenta a los ilustres invitados. La fina vajilla de porcelana Wedgwood, es el reservorio de la maldición, a la luz titilante de los candelabros.
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