Los dieciséis la habían pillado en el pueblo de su madre, en pleno verano. Amapola Garrido no conocía a nadie en aquel villorrio turolense y por eso se llevó de vacaciones al Sebas, un amiguete del instituto, con promesas inconcretas de paraísos bucólicos y libertinos.
El pueblo y su comarca eran un secarral. Sólo la orilla del río ofrecía algunas sombras, siempre codiciadadas por los vecinos, por lo que era inútil buscar allí ninguna intimidad, ni allí ni en ninguna parte. Era un pueblo grande, pero no lo suficiente para que una zagala de Barcelona pasara desapercibida al escrutinio de mozos y viejas.
Llevaban dos días en Favella y Sebas estaba impaciente por llevar sus manos y otros apéndices más allá de la superficie de los tejanos y la camiseta de Amapola. Ella le rechazaba dulcemente, porque la agobiaba la sensación de sentirse com un un bicho raro en el cristal del microscopio, pero tenía tantas o más ganas que él de darse un buen revolcón. Por eso decició que esa tarde irían de excursión a la ermita de San Tormento. Recordaba que en los alrededores había algunas casitas para los aperos de labranza abandonadas y seguro que en alguna de ellas, un rincón aceptable para desahogarse a gusto. A su madre le pareció una idea estupenda y les preparó unos bocadillos, que tuvieron que aceptar para no levantar sospechas.
De camino, su pulsión iba en aumento y cuando divisaron la primera casita enmedio de un campo de cereal segado, apretaron el paso, casi corriendo hasta allí. Se besaron atribuladamente tras la puerta desvencijada, se desabrocharon los pantalones y sus manos ávidas e inexpertas buscaron sus sexos húmedos, demasiado, porque cuando Amapola ya dirigía sus labios a la tranca enhiesta del Sebas, estalló en una fuente cálida y se marchitó como un gusano espachurrado.
Amapola se debatía entre el ardor, la rabia y el desconsuelo, mientras se secaba los churretes de la cara, reprimiendo una lágrima. ¡Jodido crío! No podía evitar odiarle en aquel momento, aunque sabía que era un sentimiento falso, porque era su mejor amigo y le quería en el alma. Sebas quedó compungido pero ni de lejos podía imaginar como se sentía su amiga y además, enseguida encontró remedio a su desazón en el bocadillo de mortadela. Siguieron caminando hasta la ermita sin dirigirse la palabra, aletargados bajo aquel sol apabullante, levantando polvo a cada paso, mecidos por el estridente ruido de las chicharras. Sólo el frescor de la nave vacía, ante el rostro socarrón del santo, le devolvió el temple y la perspectiva de las cosas. Le quedaban dos días en el pueblo y se había propuesto volver a Barcelona con un buen recuerdo.
Esa noche en la cena, su madre la miraba raro. O le notaba una extraña determinación o había leído en las lonchas de mortadela del bocadillo intacto. Después de cenar bajaron al pub, una taberna con ínfulas, donde se reunía la juventud del pueblo. Los watios que ahorraban en iluminación los derrochaban en heavy metal y lo que se podía ver, era un batiburrillo de pósters, calendarios y un cartel con los precios de la lonja de Alcañiz. Se sentaron con sus cubatas, algo cohibidos, en un rincón del local, pero enseguida se vieron rodeados de mozos que se presentaron, muy amables y les invitaron a unirse a ellos en las mesas de la terraza.
A la fresca de la plazoleta, había un grupo de chicas y chicos, riendo y charlando animadamente y al cabo de unos minutos, Amapola hubiera jurado conocerlos de toda la vida. Antes de despedirse, hacia la una y media, quedaron para ir al cine de Alcañiz al día siguiente, en el coche del Miguel.
Al final, fueron nueve en dos coches, pero sólo tres chicas y las otras dos, con sus parejas, iban en el otro coche. El renault 8 destartalado, pedorreaba a toda leche por las curvas sin arcén de aquel camino asfaltado, pero curiosamente no transmitía ninguna sensación de peligro a sus ocupantes, que se desternillaban de risa entre chistes malos y neblinas de tetrahidrocanabinol.
Llegados a la capital de la comarca, intentaron recomponerse en la medida de lo posible aunque sin poder disimular del todo la sonrisa que llevaban estampada en sus caretos. Entraron en la sala con la película empezada y ocuparon sus localidades al azar y a oscuras en el gallinero del viejo cine Avenida, donde todavía echaban dos películas los domingos por la tarde. Amapola seguía a una de las parejas y estaba segura de que Sebas la seguía a ella cuando se sentó.
Tarzán llamaba a grito pelado a una manada de elefantes, al tiempo que volaba sobre la jungla, taparrabos al viento, asido a un bejuco que nunca se rompía. En el asiento de al lado, un movimiento rítmico, acompasado de leves gemidos y chapoteos, distraía algo más que su atención. Cuando la mano se le posó en el muslo, casi grita del estremecimiento, pero se contuvo y con la suya buscó la liana dura y fibrosa que la había dejado con la miel en los labios el día anterior. En la oscuridad absoluta percibió un brillo fugaz y hacia él dirigió su boca ávida. Sus mandíbulas se tuvieron que esforzar para mantener aquel portento entre su lengua y su paladar sin dañarlo y perdió la noción del tiempo y de sus propios flujos hasta que se encontró tragando una considerable cantidad de batido de liana.
Chita, en brazos de una Jane de bandera, se despedía de alguien, agitando la manita. Las luces de la sala se encendieron para que el público pudiera ir al bar y al váter entre película y película. Se veían cabezas despeinadas y mucha gente arreglándose la ropa sin disimulo. Cuando Amapola se levantó para salir de la fila, vió a Sebas que ya empujaba la puerta batiente de la platea y entre ellos, el Tomás, el Jose y el Miguel, que iban saliendo de la fila de butacas. Por un momento se le desmoronó el mundo entero, pero sólo fue un segundo, hasta que aguantó la mirada de Miguel, con esa media sonrisa de triunfo y se la devolvió con un guiño de complicidad.
Ante una cocacola, se encontró con el melancólico Sebas, que le secó con un pañuelo, una gotita de la comisura de los labios. Este gesto le causó a Amapola una profunda lástima y se decidió a cambiar el escenario anímico entre ellos, deteriorado desde la tarde anterior. En la segunda sesión proyectaban el Séptimo sello y esta vez, Amapola se aseguró de que Sebas estuviera a su lado y entre las dos parejas, de manera que pudiera dedicarle las atenciones que accidentalmente le había dispensado a Miguel ante la envidia de Tarzán. Ahora su boca estaba entrenada y sin las urgencias de la primera vez, le proporcionó una felación dulce y de largo metraje, que Sebas disfrutó en toda su intensidad hasta derramarse en la garganta de su amiga. Luego, ante la fija mirada de la muerte ajedrecista, se dieron un largo beso que cicatrizó todos sus rasguños.
A la vuelta, Sebas se sentó delante junto a Miguel y Amapola, se metió atrás entre Tomás y Jose. Algo debió explicarles Miguel, porque sus miradas convergían en ella con un brillo delirante. Amapola, que tras la doble sesión había acumulado muchas tensiones, no opuso ningún inconveniente a que ambos zagales, la follasen entre las estrecheces del renault 8, sobre el escay pegajoso y dándose bandazos y cabezazos por culpa de los baches. Una auténtica liberación, que Miguelón iba siguiendo, divertido y Sebas, atormentado, intentaba rechazar de su mente.
Amapola se despidió de ellos hasta mañana, con una gran sonrisa satisfecha. Pero en su fuero interno sabía que nunca más volvería a poner los pies en Favella y sobre todo, que había perdido a un amigo, el último que tuvo jamás.